Escrito por José Luis Fernández

1.

La pandemia en la que estamos inmersos conmueve hábitos, certezas, planificaciones y, como parte de todo ello, también conmueve prácticas discursivas. El resultado es una incertidumbre que se siente como materializada.

Nunca fui amante de lo autobiográfico pero la peste no deja de producir una casuística indeterminada que contribuye a la generación de esa incertidumbre. Mi experiencia Covid me convenció de que ese efecto de sentido global llegó para quedarse, y que ya no hay un sistema de broadcasting científico que organice su campo de desempeño. Por ello, la exposición de cada caso puede contribuir a rearmar una experiencia compartida.

Acostumbro a diferenciar, sin pretensiones académicas, a las autobiografías monumentales de las autobiografías acontecimentales, esas que se nos arman a quienes no hacemos de cada evento de nuestra vida un hito histórico.

La pandemia y mi contagio vino a poner en cuestión también esas pequeñas e intrascendentes convicciones. En el aislamiento absoluto, obligado por la contagiosidad, el smartphone fue mi vínculo con el afuera. Aquí se sintetizan, adaptadas al género, esas publicaciones. Si bien se notará el enfoque sociosemiótico, voy a incluir, como nos obliga el análisis de los intercambios discursivos en esta época, observaciones y experiencias, no demasiado articuladas, sobre lo discursivo, lo etnográfico y lo ecológico.

2.

La comorbilidad no es un chiste. Tengo más de 60, he fumado todo lo posible y comido todo lo que no corresponde hasta hace quince años; carezco de un lóbulo pulmonar gracias a cuya extirpación superé un cáncer de pulmón sin agregados de rayos o quimioterapia; padezco de EPOC (enfermedad pulmonar obstructiva crónica) y controlo mi glucemia, no sin esfuerzo.

Durante esta década y media, dejé el cigarrillo, comí controladamente, regulé mis medicaciones, entrené sin gloria, pero consistentemente y me vacuné con todo lo que me fue recomendado para cosas como gripes o neumonías. Puede decirse que, individuo de riesgo, me preparé durante todo este tiempo para un imaginable evento como el del coronavirus. En unos pocos días, el contagio barrió con esas acumulaciones.

 

3.

En las redes de intercambio que se van armando a partir de las experiencias hay una primera segmentación: los que con el virus llegan a la enfermedad por primera a vez y los que venimos conviviendo con lo crónico. Los primeros están presas de la sorpresa y, por qué no, del miedo. Entre los otros, que nos cuidamos especialmente, cada contagio es vivido como una derrota.

Una obsesión posterior al contagio es entender cómo se produjo. El confinamiento fue a full. Sólo salí a hacer las compras imprescindibles y ello porque el diseño y los protocolos de mi edificio, más una lumbalgia persistente, no facilitan la entrega en la puerta de mi departamento. Pero sólo saniticé (nueva acción incorporada) dentro de mi casa. Es muy posible que, en esa ventana ridícula y ridiculizante, se haya producido el contagio. Ya internado, una enfermera me pregunta por qué me agarro la cabeza… Me da vergüenza decirle que, por fin, tengo una hipótesis sobre mi descuido.

4.

Un tema muy desafiante es la tensión entre lo masivo e institucional y su articulación con el caso. La consideración de los +60 como grupos de riesgo me resultaba hartante y generadora de estigmatización, y más en su versión más ignorante sobre la vida social en el siglo XXI, la que convierte a cualquier adulto mayor en un abuelo al que hay que cuidar. La contraparte era la confianza en que la edad y lo crónico eran la puerta de entrada al mundo del cuidado. Cuando por fin llamé al teléfono indicado e híper publicitado, la respuesta oficial fue algo así como el clásico: siga participando.

Por fin, llamo a urgencias de mi obra social universitaria (Dosuba) y a las dos horas una ambulancia con personal protegido me lleva al Hospital de Clínicas. Como parte de esa tensión entre lo institucional y lo individual, se abren dos experiencias diferentes en el hospital. Por un lado, atienden bien y rápido, incluyendo la instalación de una vía venosa, que anuncia medicación y permanencia en el lugar. Por otro lado, paso ocho horas de frío y hambre. Le hago sobre ello un comentario a una enfermera amable y muy profesional quien, sin embargo, me advierte que la hotelería no es lo importante. Me hacen el hisopado de rigor y debo esperar el resultado allí. Un análisis de saturación de oxígeno y me da muy bien. Pasan las horas, y como no hay frazadas ni cama, convenzo a un médico que siga el control desde mi casa. Un amigo me traslada, y eso lo hicimos bien, porque mi amigo no se contagia. Finalmente, dos días después, me confirman amablemente el resultado positivo.

Menos de 48 horas después, me despierto con más tos y mucha fiaca para salir de la cama. Mido la saturación: 83 (me informo y parece que con menos de 80 se viene el desmayo). Nuevo llamado a Urgencias de Dosuba y, ya muy fatigado, bajo a la ambulancia. Estoy convencido de que voy al Clínicas, pero termino en una clínica desconocida que, por esos milagros de la medicina argentina, resultó una bendición.

6.

Siguiendo a Lévi-Strauss, el mundo médico es un sistema mítico, estético y científico; en la clínica no hay muertes, ni fallecimientos, ni cadáveres: hay óbitos que administrar, con muchos cuidados por la pandemia y con muchos conflictos por cuestiones de jurisdicción.

El elenco de la UTI son enfermerxs, médicxs, mucamxs, kinesólogxs, ténicxs y una cocinera que te consulta sobre tu dieta. ¿Recordaré a todxs y cada unx que, con sus defectos, me cuidaron y dieron alivio? Tardan entre diez y veinte minutos para preparar y desarmar su vestuario protector y rociarse con alcohol. Constantemente se descarta material, se cambian los guantes, la higiene es obsesiva. Cuando, por fin, se considera que ya no hay contagio y estás en un área sin Covid, se descubren los cuerpos de todos, con la ropa habitual del personal de salud y se toma conciencia de todos los cambios que, todavía, puede generar el virus. El aislamiento y la protección están lejos de abandonarse.

 7.

En esos días -con la muerte de Manolo Juárez, reconocido músico argentino-, aparece el tema de la muerte en aislamiento y el pedido para que se permita la presencia de familiares en los momentos finales. Desde mi experiencia de internación, apoyo en mis posteos la necesidad de un protocolo más humanitario. Varixs amigxs, con experiencia sanitaria, me explican que eso es imposible, que hay que adaptarse a lo que ocurre en el mundo y al riesgo de contagio. Un mes después hay protocolo, es decir, la pandemia conmueve a sus propios verosímiles médicos y promueve cambios.

A pesar de que no había protocolo, en este caso la clínica es elástica y permite que un hijo visite a su madre moribunda (único caso en mi experiencia) en el box lateral al mío. Durante media hora escucho a un hijo decirle cosas amorosas y energéticas a su madre. Ninguna relacionada con la muerte, todas sobre el futuro que los espera y la enumeración de los familiares que la esperan amorosamente. Por supuesto, conmovido, lloro todo el tiempo, pero quedo reconfortado. Es la experiencia de una frontera discursiva más.

 8.

No tuve un proceso de mejora narrable en secuencia lineal, sino en etapas de idas y vueltas. Y sus temporalidades son difusas. Tres días de adaptación a la situación enfermedad/UTI. Una semana de mejora respiratoria y comienzo de abandono de la cama. El deterioro físico en esos días es inconcebible: bajar de la cama es una actividad aeróbica exigente. No hay masa muscular y sólo podés moverte con soporte de oxígeno. En este nivel, la mejora se mide por el pasaje de máscara a bigotera y la disminución de la presión de oxígeno.

Por fin, una etapa en una habitación compartida de terapia intermedia, con soporte de oxígeno, sin otras conexiones, ventana al exterior y ventilación natural. Comienza el ejercicio de separarse del oxígeno y mejorar respiración y movilidad con apoyo de kinesiólogos. El dolor en los pies y piernas es insoportable, pero me arrastro para independizarme y soporto una semana.

Como parte de la indeterminación, tal vez producto de ese esfuerzo, o por un efecto del virus o como una consecuencia de la EPOC, sufro un neumotórax muy fuerte (desgarro del pulmón sano, que colapsa y hace que el aire se vaya al tórax), siento el aire en el pecho, me ahoga, pido ayuda y todos corren. Como experiencia, el neumotórax es desesperante pero médicamente se resuelve fácil: un tubo que drena el aire y el pulmón cicatriza en días. Más allá de la consecuencia individual de atraso de diez días en la recuperación, me llamó la atención el despliegue frente al episodio y el alivio cuando se diagnosticó neumotórax. ¿La razón? El virus, aunque estés por salir, produce neumonías fulminantes. De hecho, me hacen registrar que hubo dos casos gravísimos durante mi internación.

 

9. Finalmente vuelvo a terapia intermedia y me recupero, aprovechando la experiencia anterior y ya con un elenco que

me conoce y me cuida.

Lo más fuerte de ese momento es aceptar que el virus no se termina cuando me vaya, que la recuperación va a seguir en casa y que es indeterminada y que no hay inmunidad garantizada.

El último día en la clínica desfilan los presentes del elenco a saludarme cariñosamente y a desearme lo mejor. Salgo deshidratado por el llanto por la emoción.

Me reencuentro con mi hija, único contacto cara a cara desde marzo. Durante este largo mes y medio de internación, todos los domingos hice zoom con toda mi familia. Los que odian esas plataformas, no registran el aislamiento.

 

 

 

La indeterminación del virus impide que escriba que el proceso finalizó. La experiencia me enseñó sobre incertidumbres y límites, sobre la importancia de lo intersticial.

El discurso moderno racionalista no contiene al proceso pandémico. Tampoco los esfuerzos posmodernos de relativización controlada. ¿Conseguirán las vacunas convertirse en verosímiles?

Consignas: los que te atienden tienen que vivir mejor que los que te gobiernan; la pandemia transforma; en el tratamiento, se requiere la misma cientificidad, pero con más reconocimiento de lo individual humano.

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