El lenguaje nos es dado. Tomamos y utilizamos una herencia de signos para expresar lo que acontece en el mundo de lo sensible, signos que vienen cargados de significados ajenos y que pertenecieron a su vez a subjetividades remotas.

A pesar de lo ajeno que resultan, la apropiación de estos signos por imitación y repetición nos sirven para poder expresarnos y comunicarnos de manera efectiva por medio del lenguaje. Este régimen comunicacional, no es el único que opera dentro de nosotros. Un largo linaje de ideas, conceptos, maneras de interpretar tanto lo que nos rodea como lo que acontece en la inmensidad de nuestra mente, queda cristalizado como algo de factum en la gran mayoría de seres que habitan en lo occidental de nuestro planeta y sirve para poder configurar un orden sobre el que se sostiene nuestra percepción.

The Lake of Zug, (1843), Turner.

Nietzsche, en el contexto de la racionalización de finales del siglo XIX nos plantea una emancipación de estos vínculos, nos sitúa a través del recorrido que hace del pensamiento griego en un lugar en el que podemos darnos cuenta, del peso y los límites a los que estamos sometidos por seguir dichos códigos, no solo comunicacionales sino además de la evolución de las ideas engendradas en el pensamiento occidental a partir de la Grecia antigua.

El filósofo alemán, se atrevió a penetrar la desolación de lo nuevo, de las nuevas interpretaciones, se propuso en esta exploración a sentir el vacío que queda cuando te despojas de la herencia de eso que nos es dado. Atravesar ese espacio que es la realidad, sin referentes que nos ubiquen, puede resultar una aventura desesperante. Desde ese lugar, solapado por momentos con los sonidos de la batalla de Worth, inicia con “El Nacimiento de la Tragedia”, el desmembramiento de una serie de conceptos que habían sido repetidos hasta entonces, conjeturando, a través de un pensamiento despojado de dudas morales, acerca de lo que ocurría en Grecia y de lo que sería el inicio del pensamiento occidental en muchos sentidos.

The Burning of the Houses of Parliament (1834), Turner.

En el Nacimiento de la tragedia se nos plantea, desde un optimismo genuino, la posibilidad de lanzarnos hacia una manera de existir liberada de los prejuicios que el pensamiento platónico heredado emana.  Con la liberación de los términos Dionisiaco y Apolíneo nos abre la posibilidad de entrever un escenario que difiere, de lo que hasta entonces, se había interpretado sobre los griegos, y con esto empieza a fracturar la historia.

El arte como liberación

El arte tiene que ser liberador, debemos atravesar la experiencia para poder desenredarnos de esos conceptos, bailar en lo dionisiaco con la música de la libertad, esa que resuena cuando rompemos el espejo de la realidad.  Dice Nietzsche en “El crepúsculo de los ídolos”:

«El decir sí a la vida incluso en sus problemas más extraños y duros; la voluntad de vida, regocijándose en su propia inagotabilidad al sacrificar a sus tipos más altos, a eso fue a lo que yo llamé dionisiaco, eso fue lo que yo adiviné como puente que lleva a la sicología del poeta trágico. No para desembarazarse del espanto y la compasión, no para purificarse de un afecto peligroso mediante una vehemente descarga de ese afecto —así lo entendió Aristóteles— sino para, más allá del espanto y la compasión, ser nosotros mismos el eterno placer del devenir, ese placer que incluye en sí también el placer de destruir». [1]

Yendo hacia el baile (1846), Turner.

Según el pensamiento de Nietzsche, como un fenómeno fuera de las lindes de los prejuicios, que puede ser tanto Apolíneo como Dionisiaco, es una experiencia que se aleja del sesgo platónico. El arte a partir de estas ideas se puede entender como una herramienta y expresión sin tiempo, liberado del pensamiento subjetivo y expandido en la conciencia cósmica para así darnos acceso a otros espacios, los cuales, en el sentido de la experiencia misma de su devenir, resultan más dionisiacos.

Es cierto que un tono de arrogancia prevalece en el discurso de los filósofos citados por Nietzsche que se ciñen a una idea única. Esa arrogancia motivada por quien posee un atisbo de la verdad, que órbita alrededor de un pensamiento, una verdad subjetiva, un discurso que atenta contra la voluntad de vida. Nietzsche afirma:

“Yo fui el primero en ver la auténtica antítesis: el instinto degenerativo, que se vuelve contra la vida con subterránea avidez de venganza (el cristianismo, la filosofía de Schopenhauer, en cierto sentido ya la filosofía de Platón, el idealismo entero, como formas típicas), y una fórmula de la afirmación suprema, nacida de la abundancia, de la sobreabundancia, un decir sí sin reservas aun al sufrimiento, aun a la culpa misma, aun a todo lo problemático y extraño de la existencia”.[2]

Sin embargo, es allí, en esa crítica, donde penetra con fuerza el pensamiento Nietzscheano quien con cierta condescendencia justifica esa postura, hablándonos de Platón como un “humano-antihumano” con una actitud ciertamente proteccionista pero altamente prejuiciada hacia lo que se nos puede desvelar a través de la experiencia del arte y de la vida. Para Platón la experiencia del arte no hace sino desviarnos de lo que es para él la verdad, la cual solo se puede adquirir a través del conocimiento filosófico o de la experiencia suprema del delirio.

Fishermen at Sea (1796), Turner.

Atando estos conceptos desarrollados por Nietzsche al desarrollo artístico de su época, encuentro el trabajo del pintor ingles William Turner (1775-1851), muy alineado con este pensamiento. Turner interpreta la luz y la naturaleza despojado de la herencia pictórica europea, ofreciéndonos imágenes que ahondan en sensaciones inherentes a la condición humana, desde una subjetividad liberadora que atestigua su paso por esos espacios desposeídos de referencias y canalizando con su mejor esfuerzo el transito por lo innombrable.

En sus composiciones, Turner nos pone delante de algo que esta más allá de los dualismos verdad y mentira, bueno malo, incluso día y noche: un vortex cromático que en ocasiones nos deja un pequeño detalle “enfocado” que hace alusión a lo que conocemos, a lo que puede ser interpretado como la verdad común, sin embargo, estos detalles están rodeados de impulsos destellantes, de gestos espontáneos, de desgarre emocional, de dejarse llevar por la luz por el sentimiento y romper en el lienzo en lo que según Nietzsche podríamos llamar impulso Dionisiaco, un impulso cargado de una subjetividad por momentos abstracta que nos permite, a través de su obra, penetrar espacios casi oníricos, en constante movimiento donde los elementos se funden y se mezclan.

Tormenta de nieve (1842), Turner.

“Mi trabajo consiste en pintar lo que veo, no lo que sé que está allí”.  J.M.W. Turner

Ocurrió con Turner, como ocurre con los que no siguen las normas establecidas en sociedad, cierto desprecio e incomprensión por su vida y trabajo pictórico. Como ocurrió con Hipatia (Alejandría, 355 o 370 dc) o Spinoza (Ámsterdam, 1632 dc) en sus épocas. Quienes se alejaban de estos cánones, quienes desafiaban el “orden” eran, para el mejor de los casos, apartados del resto. Ese es el espacio al que se tienen que enfrentar quienes deciden aproximarse a la vida desde la libertad, quienes cuestionan los conceptos cristalizados en el pensamiento dominante, los que desafían las normas, los que exploran los aspectos existenciales alejados del pensamiento cristiano y de otros nihilistas.

En este sentido Nietzsche afirma que “Para captar esto se necesita coraje y, como condición de él, un exceso de fuerza: pues nos acercamos a la verdad exactamente en la medida en que al coraje le es lícito osar ir hacia delante, exactamente en la medida de la fuerza” [3].

No es un lugar solemne donde se escuchan trompetas celestiales en el que nos podemos encontrar cuando buscamos esa liberación, sobre todo mientras se pretende acercarnos a esta. Este camino puede ser por momentos desolador y desesperante. La humanidad, hablando de lo que ocurre en el presente, se sigue aferrando a un espectáculo establecido y que nos muestra cierto orden de las cosas,  que por comodidad e inercia de las dinámicas capitalistas avanzadas, se sigue perpetuando con mecanismos cada vez más sofisticados, por tanto, todo aquel que persiga esa “verdad” el que busque la creación de nuevas realidades posibles, no lo tendrá fácil a la hora de convivir con el resto de los actores en esta sociedad más preparada para el espectáculo del orden y la simetría.

Autorretrato (1796), Turner.

Vuelvo a insistir, esa liberación que nos otorga la experiencia de la vida alejada de los dualismos repetidos a lo largo de la historia: verdad/mentira, bueno/malo, no es como nos contaba platón en Fedro una experiencia de éxtasis angelical, al menos en su totalidad, tampoco es un martirio que nos condena a la locura, es “sencillamente” misteriosa, personal, pero a la vez colectiva, pues nuestros orígenes están atados a un lugar común: la luz de una explosión cósmica, hechos itinerantes en un constante devenir.


[1] [2] y [3] Nietzsche, F. (2004). Ecce Homo. Cómo se llega a ser lo que se es. Santa Fe, Argentina: El Cid Editor. Recuperado de https://elibro.net/es/ereader/uoc/35540?page=89.

Jhogo Zandoval (San Cristóbal, Venezuela, 1977). Estudia, trabaja y de buena presencia. Artista transdisciplinar y colaborador en El Signo inVisible. Explora en su práctica artística la potencia de las imágenes como artefacto de construcción de subjetividades y emociones. Trabaja principalmente con la pintura, el dibujo, el video y el sonido, tejiendo puentes entre realidades, los espacios oníricos y profundos del subconsciente. Practicante del trance creativo y el buen comer cuando se puede, aunque no se resiste a los riesgos de la comida callejera.