Cuando comenzaba yo a estudiar mi carrera de Letras en la Universidad, un profesor nos hizo leer un texto que creo recordar a la distancia era de Julián Marías: Para qué filosofía.

Heme aquí, en la misma situación que presumo estuvo el catedrático vallisoletano, amigo de Ortega y Gasset y gran difusor del pensamiento occidental. Digo, algo me hace creer que Marías escribió su texto después de tanto escuchar que le preguntaran: ¿para qué sirve la filosofía? o ¿qué hace un filósofo?

Esto es lo que a mí me ocurría a diario, desde que comencé a dictar en distintas universidades de Venezuela cátedras de semiótica o semiología (como quiera que se llame: a estas alturas aún no me decido por cuál de los términos usar, de modo que me adapto por el que la universidad tenga en su programa; cuestión de comodidad). Me han preguntado de una y mil maneras (a veces de la peor manera, con sorna y desdén), incluso colegas profesores (graduados en otras áreas): ¿qué hace un semiólogo? ¿Para qué sirve la semiología? La más inquietante de todas estas preguntas quizás ha sido: ¿eso es una profesión?

Suspiro hondo y ensayo, entonces, mi respuesta a todo eso y a algunas otras cosas afines, para las que no siempre he tenido una respuesta que resulte convincente (convincente sobre todo para mí); tomaré, claro está, un poco de las respuestas que ya he dado en diversas ocasiones. Es más, permítaseme confesar que comúnmente, cuando tengo enfrente a uno de estos inquisidores (en el buen y en el mal sentido), lo que hago es interrogarlo a mi vez: ¿tú, cuando hablas con alguien¸ escuchas solo sus palabras o también ves sus gestos, lo que hace cuando habla, dónde están, lo que estuvo antes y después, hasta cómo está vestido…? Ante su perplejidad normalmente arremeto: ¿ves que hay una parte de la comunicación que está más allá o más acá de lo que las palabras dicen? Sin embargo, cuando estabas en la escuela, te enseñaron el abecedario, te enseñaron a leer y a escribir, pero no te enseñaron que también existe una diversidad de lenguajes y formas de comunicación…

Por allí me extiendo y, normalmente, mis interlocutores bajan la guardia (aunque algunos no, sobre todo los que aluden a la semiología como profesión, ya sea al inicio o luego). Pero, ya que estamos sobre esto, terminemos de entrar en materia. En efecto, si observamos nuestro entorno cotidiano, veremos que estamos rodeados permanentemente de formas comunicativas de las más diversas, que a veces no solo nos hablan sino que, en la mayoría de los casos, nos mueven, o quieren hacerlo: los íconos que veo en la barra de tareas de mi computadora en este momento en el que escribo, el logo de la marca de la impresora que está al lado del monitor o de mi teléfono celular que reposa al lado del teclado, el de la camiseta de un equipo de fútbol italiano que llevo puesta, incluso el color de esta camiseta (azul con negro) y hasta la forma de la camiseta (que comunica de qué deporte se trata)…

Cualquiera que entre en este momento a mi estudio podría entender un montón de cosas sin yo hablar siquiera: soy una persona que está permanentemente conectado a través de la tecnología, me gusta el Inter de Milán y, por lo tanto, el fútbol, soy escritor; si no sabe esto último por el hecho de que estoy tecleando muy rápidamente estas líneas, lo supondrá por la cantidad de libros que están a mi espalda, también a mi izquierda y a mi derecha, en las cuatro paredes de mi habitación (excepto en un rincón donde hay un afiche de Cortázar, que hace las mismas funciones que un cuadro del Nazareno en la sala de una familia religiosa: yo soy un devoto del Cronopio).

En la época de Saussure y Peirce, los padres fundadores (tenemos que llamarlos de alguna manera) se entrevió claramente la necesidad de esta disciplina, cuando apenas despuntaban los medios audiovisuales (la fotografía y el cine), y eso que aún no se preveía el desarrollo inusitado de las tecnologías que llevarían más allá de lo imaginable el arte de comunicar con imágenes. En nuestra época, luego de los inicios de la televisión satelital, el boom de las empresas de cable, el cine 3D, las animaciones computarizadas que llevaron aún más allá las formas y posibilidades de contar una historia con imágenes, la omniabarcante presencia de Internet y la sempiterna tiranía de los Smartphone, donde todo es un bombardeo de imágenes, colores, logos, signos y símbolos diversos, es más que obvia esta necesidad. El individuo común no es capaz de discernir todos estos estímulos que llegan a su cerebro; pero su mente igualmente los asimila y reacciona a ello.

Ferdinand de Saussure

Charles Sanders Peirce

Pues bien, una vez admitida la primera premisa (que tenemos una comunicación infinitamente compleja que apela a una multiplicidad de signos), de la cual casi nadie duda y con la cual casi nadie discute, viene la necesidad de explicar para qué sirve la semiología. Pues, la respuesta es obvia: para entender o tratar de entender todo eso. Por ejemplo, el lenguaje de la política y el de la publicidad hablan con signos no siempre claramente inteligibles pero sí normalmente (poderosamente) persuasivos. Este candidato machaca su mano contra la otra y es como si estrujara al contrincante; los seguidores ríen y parecen delirar, pero no saben bien por qué. Si se los preguntáramos, serían hasta capaces hasta de negarlo. No se han dado cuenta de lo que han hecho y de lo que les han hecho.

La semiología debería ayudarnos a comprender esta realidad (o realidades) sígnicas o comunicativas. Debería ayudarnos a comprender mejor el mundo que nos rodea: un mundo hecho de palabras, de signos, de símbolos, como intuyeran Foucault y Lotman. Pero no se trata de comprenderlas porque debamos estar prevenidos o preparados para descifrar tales mensajes, desenmascarar sus sentidos ocultos y defendernos de las manipulaciones que ocultan (no todo es análisis crítico del discurso). Se trata también de comprender para comprendernos, porque esa realidad hecha de signos es parte de nosotros, está en nosotros, somos nosotros.

¿No lo creen? (esta no es una interrogación retórica, es algo que hago normalmente con mis interlocutores). Hagamos una prueba. Si le preguntamos a alguien: ¿quién es usted?, dirá su nombre (un signo). Se le pregunta qué es: responde que es venezolano (la identidad también es signo); pero, luego, le preguntas qué es ser venezolano y alude a símbolos (bandera, personajes emblemáticos, elementos que han adquirido valor simbólico). O, bien, dice que es católico o es santero y entonces viene una nueva andanada de elementos simbólicos.

Nuestra cultura, me refiero a la venezolana en particular y latinoamericana en general, al igual que todas las de este planeta, es de una riqueza sígnica y simbólica sin igual; y no digo esto porque piense que es superior en algún sentido, el sin igual quiere decir en este caso que tales signos son propios, connaturales, están solo aquí y en ningún otro lugar o sociedad. Pero, a diferencia de otras culturas, los nuestros son un territorio inexplorado. Hay ricos filones, vetas semiológicas enteras, esperando ser estudiadas: en la política, en los medios, en las religiones, las tribus urbanas…

A mí me sorprende, volviendo a nuestros inicios, que siendo como es nuestra comunicación tan variada en cuanto a códigos, solo se enfatice lo alfabético cuando de comunicar se trata (desde la escuela hasta la universidad); y solo se habla de semiología a las personas que estudian diseño, artes, literatura (como fue mi caso) o comunicación social. La semiología debería ser una asignatura del bachillerato. Debería haber una alfabetización semiológica, para aprender a leer desde mensajes tan básicos como las imágenes de las etiquetas de la ropa (incluso cosas como esas me han preguntado), hasta que aprendamos a comprender los mensajes de esa realidad tan compleja, multiétnica y multicultural de la que somos parte.

 


RAFAEL VICTORINO MUÑOZ. Nació en Valencia, Venezuela (1972). Egresado de la Universidad de Carabobo en Lengua y Literatura. Con maestría en Lectura y Escritura por la misma institución. Ha sido profesor de varias universidades. Es semiólogo, narrador y ensayista. Tiene una decena de libros y varios premios, como el más reciente (2017), Premio Internacional Monte Ávila de Novela, con su libro Manual del sinvergüenza. Fundador del portal de literatura venezolana eldienteroto.org. Contacto: @soyvictorinox