Considero a Fabio Morábito uno de los más grandes cuentistas latinoamericanos vivos. Es poeta y es cuentista.  Un cuentista que, con arte de poeta, cuenta entre silencios,  se mete en el mundo y le da una nueva mirada llena de surrealismo, de absurdo, de humor, de fantasía y de simple y profunda maravilla.

Los verdaderos cuentistas pasan al otro lado, descubren un secreto y, después, cuando nos lo revelan, no saben muy bien qué es lo que han hecho. Los cuentistas no son los señores de las seguridades, los verdaderos cuentistas jamás se sienten los amos del oficio. Desconfíe de un escritor que diga que dejó el cuento porque ya dominó su arte. Uno deja el cuento porque de alguna manera se siente derrotado, porque rechazas al cuento y te fastidia o le temes de tanto intentarlo sin éxito. El éxito en el cuento, como en el poema, nunca tiene cima. Por eso los cuentistas escriben con el silencio, porque el cuento tiene algo de poema, ese silencio donde está el descubrimiento, la luz que nunca se termina de decir.

Recordemos a San Agustín hablando del tiempo. Cuando no se lo preguntaban, decía el sabio de Hipona, sabía lo que era; pero cuando tenía que explicarlo, no lo sabía.

«La cigala», ese magnífico  cuento de Morábito, no deja al lector indiferente. La anécdota nos cuenta la historia de un hombre que consigue en una novela una palabra que lo descoloca. La palabra es cigala.

¿Qué quiere  decir cigala?, se pregunta el lector de esta novela.

No puede determinarlo, el contexto no se lo dice; así que va al diccionario, busca la definición, y allí se encuentra  con un conjunto de palabras «aclaratorias» de cigala tan oscuras como la palabra misma.

Anclotes, piola, rezones, arganeos…

Nuestro  narrador-lector comienza entonces  a  buscar  los  significados  de estas otras palabras que conforman la definición de cigala, y se encuentra con otras también oscuras. Se da cuenta de que no va hacia ninguna parte y llama a un erudito que detesta, pero quien puede, piensa el narrador-lector, darle una respuesta.

R., el erudito, le suelta al teléfono la definición exacta que el narrador- lector encontró en el diccionario:  «Ah, sí, es un forro, generalmente de piola, que se pone al arganeo de anclotes y rezones». (1)

R. cuelga porque está atendiendo unas visitas, el narrador-lector desespera, sale de la casa y se encamina apresurado —y enfurecido— a la de R… De acá en adelante, siga usted,  que no es mi pretensión contar mal la historia que ya Morábito escribió con tanto arte.

He repasado este cuento una y otra vez, y siempre le encuentro  algo nuevo, y mi lectura va creciendo, como ocurre con todo gran cuento. Morábito, en alguna parte de ese espléndido  relato, dice que el lector (del cuento) ha caído en un agujero negro del lenguaje. Ese agujero del lenguaje se inició con esa opacidad que es la palabra cigala.

Pienso en ese agujero y me voy hacia Ferdinand de Saussure, para quien el pensamiento es una nebulosa.  Saussure dice que el lenguaje organiza esa nebulosa, pero también es cierto que el lenguaje también puede ser —y es— una gran opacidad. La palabra perro, por sí sola, no significa gran cosa. Yo puedo decir, «mi novio es un perro», y nadie, a menos que se sepa que esto lo comunica la novia de Pluto, imagina que la chica que dice que su novio es un perro está expresando que su novio es en realidad un can, un bicho de cuatro patas que ladra. No, nadie piensa que a la muchacha gusta de la zoofilia, sino que tiene un novio que la irrespeta, que anda con otras, que realmente no la quiere. Así, desde la visión de Sausurre, la organización de los signos en un sintagma aclara las significaciones. Este cuento de Morábito, sin embargo, contradice esa idea que funda a la semiología.

En este cuento el signo /cigala/ en unión con otros  signos, es decir, en contexto, no dice absolutamente nada. Y allí comienza el agujero del lenguaje, la nebulosa del lenguaje. Cigala, dentro de la novela, es una palabra envuelta en ambigüedad y no lleva al narrador-lector para ningún lado. O sí, sí lo lleva, lo lleva a la desesperación.

También, cada vez que intentamos expresar una sensación, un sentimiento profundo y no lo logramos, nos encontramos con una cigala a la inversa. ¿Qué palabra puede definir exactamente lo que quiero decir? En  todo  caso,  ¿sé exactamente lo que quiero decir? Cuando hablamos de aquello que sobrepasa las palabras, también hablamos de aquello que sobrepasa lo que se nos es dado sentir en la rueda de la fijación funcional que es el día a día. El poeta Arturo Gutiérrez Plaza lo dice mejor en Cuidados intensivos: «Para expresar una idea no basta hallar las palabras adecuadas a ella. Hay que hallar en las palabras la idea que deseamos expresar». (2)  Montejo también lo dijo en «Los árboles»: (3)

Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa, grito final de quien
no aguarda otro verano, comprendí que en su voz hablaba
un árbol, uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito, no sé cómo
anotarlo.

Allí, en esas imposibilidades  que tan bien conocen los poetas, están los agujeros del lenguaje. Las palabras son convenciones.  Se dice que dejaron de ser palabras venidas de Dios (por acá acudimos un poco a Benjamin) cuando fuimos expulsados del paraíso. Alguna vez, cree nuestra alma —o sabe nuestra alma— las palabras y el mundo se correspondieron  de manera exacta. Hoy, ya no. El lenguaje  es limitado y nos limita. De allí la faena titánica de los poetas, de los cuentistas, de los escritores que realmente son artistas. Cuando un poeta se enfrenta a la palabra, cada palabra es una cigala, así sea una tan familiar como papá o mamá. Guillermo Sucre dirá en La máscara, la transparencia que el lenguaje  «es al mismo tiempo un enemigo y un aliado». (4)

El cuento de Morábito, por supuesto, no cae en estas complicaciones argumentales que he trabajado. Morábito simplemente narra, nos muestra un cuento fascinante, una anécdota fuera de lo común que nos mantiene allí hasta el final. Porque Morábito sabe mantener la intriga, la tensión.  Escribe de mil maravillas, narra dentro de los silencios, hace poesía con ellos y cuenta una intriga fascinante donde una cigala, una palabra mal puesta que oscurece un texto —lo que podría ser un error del escritor de una novela—, se convierte acá en el tema principal de un cuento que es toda una obra maestra. Es decir, Morábito ha usado una opacidad contextual para regalarnos una historia luminosa, un cuento, que, como todo cuento fascinante, emana una magnífica luz negra.

(1)     Fabio Morábito. «La cigala» en Los mejores relatos / Nadie se roba los columpios. Bid & Co. editor (Caracas,2007), pág. 21.
(2)     Arturo Gutiérrez Plaza. Cuidados intensivos. Lugar Común (Caracas, 2014), pág. 106.
(3)     Eugenio Montejo. Algunas palabras. Monte Ávila Editores (Caracas, 1976), pág. 7.
(4)     Guillermo Sucre. La máscara, la transparencia. El Estilete (Caracas, 2016), pág. 353.

Fedosy Santaella Kruk (Puerto Cabello, 1970) es un escritor, novelista y poeta venezolano. Ha sido también profesor universitario, investigador del Centro de investigación y Formación Humanística de la UCAB y coordinador académico del diplomado de escritura creativa: Narrativas Contemporáneas en la misma institución. Muestras de su cuentística han sido traducidas al chino, esloveno, turco, inglés y japonés.