En el circo, los signos están en constante tensión.

Se entrecruzan, se repelen, se lanzan unos contra otros, forman significados y, en esa batalla de constrastes, también los derrumban. El circo es el lugar de los portentos y al mismo tiempo de las ilusiones. Del orgullo, también de la humillación. De la visualización digna pero también del encierro vergonzoso.

Acróbatas de buen ver

El acróbata del circo sin duda tiene capacidades excepcionales, y es allí donde el circo es signo de portento. Lo mismo el malabarista y el antiguo hombre forzudo que levantaba pesos increíbles. Pero por igual el circo es el lugar del engaño, que mejor podemos entenderlo como ilusión, porque bien sabemos que hemos venido al circo a ser engañados, por momentos, o por completo, y es entonces que el circo ya no es engaño, sino ilusión: aceptamos el engaño (como aceptamos el catch aquel de Barthes) y lo vivimos con intensidad. Porque al fin y al cabo hemos venido por un poco de ilusión.

Bostezos en reunión es mala educación

Queremos creer que el mundo siempre es más grande. En los inicios del circo, el mundo lo era. Los hombres conocían las cosas por oídas o por lecturas de periódicos o revistas. La palabra era las cosas y las cosas eran la palabra. El circo de aquel entonces se manifestaba como una oportunidad para destronar la palabra y empoderar a la imagen.

El mundo llegaba a las pequeñas ciudades, llegaba rodando y llegaba redondo, como redonda es la totalidad. Quien asistía al circo ya no estaba atado a su pequeño ámbito: había salido a rodar, a darle una vuelta al mundo, no en ochenta días, sino en unas horas, las del espectáculo. Los gigantes eran polacos, los leones birmanos, los elefantes africanos, la mujer barbada de la India, los acróbatas de Rusia, los lanzadores de cuchillos, chinos. Entonces, aquellas pistas circulares eran el equivalente al mundo. La línea de la vida, de la mente, se ponía a andar, se convertía en magia, en ilusión, ensanchaba nuestra alma en aquel trazo circular que contenía el espectáculo bajo la exótica carpa que nos remite a una tienda del desierto al que nunca hemos viajado. Mire usted, acá en la tienda de campaña el orbe es un terreno seguro, sagrado. Allá afuera, donde acontece su pobre vida, es un lugar lleno de peligros.

Cada respiro tuyo

Hoy día el circo sigue fascinando. Nos fascinan las proezas verdaderas, pero también el engaño del mago. El mago es un signo que se expande, que se abre, que te da la vuelta: nos deja ver que no somos señores absolutos del mundo, que la mirada no es totalmente fehaciente, que nuestro cerebro puede ser engañado por la rapidez de la mano, que la percepción de la realidad puede ser trastocada con la astucia de la inteligencia. El mago es un signo absolutamente contradictorio: nos lanza en cara qué tan imperfecta en nuestra idea de la realidad, es decir, nos muestra qué tan imperfectos somos, pero al mismo tiempo nos recuerda que todo ese engaño ha sido logrado, justamente, porque aquel ser imperfecto que se sabe a sí mismo, que reflexiona sobre él mismo, puede sacarles provecho a sus propias imperfecciones con el fin de maravillarse y maravillarnos. De ilusionarnos. La ilusión, de alguna manera, está montada sobre el fracaso. El hombre es un fracaso que es capaz de perfeccionarse a sí mismo. Entonces, el circo sigue siendo una geografía de fascinaciones, no porque nos muestra un mundo que podríamos ver tranquilamente en Internet, sino porque abre, porque explora espacios del alma donde la inteligencia, la astucia, la práctica, el cuerpo, la constancia, el ciclo de aprendizaje nos puede convertir en portentos. Ah, también acá el circo es la vitrina de la belleza del cuerpo gracias al esfuerzo. En el gimnasio hay músculo, en el circo hay fibra, músculos, habilidades, proezas, ilusión. El circo es una de las tierras de las epopeyas del cuerpo.

Blacamán el hipnotista

Aún por supuesto nos fascinan los fenómenos. Y acá entramos es un espacio de difíciles y delicadas significaciones. Acá, ya se ha dicho, juega el orgullo y la humillación, el encierro y la libertad, la belleza de la “fealdad”, o más bien, la belleza de otra forma de belleza. Acá la “anormalidad” tiene su reino, es rebelde, y se muestra con orgullo ante la simple, simplona “normalidad”. Porque seguimos necesitando la anormalidad para definir la normalidad, diría Foucault. En el circo corroboramos nuestra condición de personas normales, lo que nos tranquiliza, pero al mismo tiempo nos inquieta, porque nos señala en nuestra cotidianidad mediocre.

El maestro del misterio

Pero también podemos verlo desde el otro lado de la acera: el circo es la exhibición segura del fenómeno, una nave de los locos que navega por rutas interminables, manteniendo alejados a los “anormales”, situándolos en ninguna parte y al mismo tiempo mostrándolos en cada parada. Cuando toca tierra, la carpa se vuelve un panóptico. En realidad, no es una cosa o la otra: es más complejo que eso. Así, una vez más, el circo es un trapecio gigantesco donde los signos se intercambian, se tensan, saltan, se auxilian, pero al mismo tiempo se lanzan unos contra otros y quedan en el aire, suspendidos, siempre propensos a la caída, al accidente, a la maldad del crimen. El circo es un circo de signos en tensión.

Lady Ostrich

Esta maravilla tensa del circo también pasa a los carteles. En aquellos antiguos está todo el color, el exotismo, el misterio, la maravilla, la ilusión de la variedad y la anchura ajena del mundo. Esos carteles pegados a los muros son una puerta dimensional que abre cientos de líneas más allá de nuestras vidas y de la realidad que nos rodea. Son como el cuento literario: una invitación a descubrir que siempre hay algo más al otro lado de la pared de ladrillo, revelaciones profanas que nos golpean y nos despiertan. Por lo menos por un instante, aunque luego, como de costumbre, volvamos a dormirnos como Dios, el Estado y las instituciones nos lo demandan. Espléndidas son estas imágenes en el misterio, espléndidas incluso en su inocencia. ¿Y por qué inocencia? Porque esa invitación al gran mundo (de fuera, de dentro) es una invitación al juego, a mirar con ojos limpios, a descubrir la maravilla en el lugar donde miramos todos los días. Esa inocencia, la que invita al viaje, al juego, al asombro, perdón que lo diga con un lugar común, es la del niño. Pero los circos, lo sabemos, no son sólo para niños.

The Amazing Dragonfly

Tales imágenes nos invitan, ya se ha dicho, a la ilusión de pensar que podemos ser algo más, que el mundo no se acaba, que no lo hemos conocido lo suficiente, que no podemos ser tan soberbios como para creer que todo lo sabemos y que todo lo hemos mirado. El circo, por ello, está en ninguna parte, porque es todo el planeta, y todo el cosmos y todo el universo. Pero también está de paso, como nosotros, que tan sólo pasamos. Incluso los circos modernos que se han instalado en determinados lugares ya de manera fija, deben cambiar su espectáculo completamente cada temporada, porque saben bien que nada (ni nadie) permanece en el mismo lugar por mucho tiempo. 

The Yellow Rock

Reinterpretar, jugar con aquellas viejas imágenes de los carteles de circo es todo un reto. Hay que reflejar allí la gracia, la excepción, la maravilla, e incluso aquella inocencia. Nada mejor, justamente, para esto que hacerlo por medio de algo que también tiene su asentamiento en una profunda inocencia e ilusión: el dibujo.

I love Franky

Acá les presento, con mucha vergüenza y desde una emoción casi infantil, mi serie Circo. Seguramente, vendrán otras, porque los circos, en su maravilla, nunca se acaban.

Dont worry be hapy